Análisis del Capitulo 14 del evangelio según San Juan



Juan 14:1-31


ANALISIS DEL CAPÍTULO 14


Hno. Daniel Yanez

1 «No se turbe vuestro corazón: creéis en,Dios, pues creed también en mí.»

Al comienzo de este discurso hay una triple invitación a creer, primero de forma negativa y luego positiva. La sentencia negativa reza así: «No se turbe vuestro corazón.» El consejo recuerda la exhortación que aparece en otros lugares de la Biblia: «¡No temáis!» Así en /Is/07/02, donde se describe la reacción del rey Acaz y de los habitantes de Jerusalén al anuncio del ataque de los ejércitos enemigos: «Tembló su corazón y el corazón de su pueblo como tiemblan los árboles del bosque sacudidos por el viento.» El temblor del corazón, tal como aquí se concibe, es pues lo contrario de la fe. El giro tiene en cuenta la situación de la comunidad de discípulos. ¿Cómo se puede llegar a semejante sacudida del corazón? Por el constante ataque de parte del «mundo» y por la ausencia de Jesús. La actitud del «mundo» frente a la comunidad representa para ésta una provocación continua, una turbación y sacudida que pueden ser tan violentas que afecten a lo más mínimo, al corazón. Si el corazón cede a esa turbación, surge el peligro de que el hombre pierda la fe. La conmoción procede «no de la debilidad humana... sino del choque entre mundo y revelación».

Hay un ataque a la fe, que no sólo está condicionado por el tiempo, como cuando cambian las circunstancias sociales, sino que pertenece a la situación histórica de la fe como tal. La ausencia de Jesús contribuye a su modo a esa turbación -la fe no puede mostrar a la vista su objeto y fundamento- y hay siempre que reelaborarla de nuevo. Pero los discípulos no deben dejarse condicionar por esa experiencia. Han de conocer la posibilidad de turbación, ni deben engañarse sobre lo precario -precario a los ojos del mundo- de su situación; mas pese a todo no han de acobardarse, sino creer.

En el lenguaje joánico no se emplea el sustantivo fe (pistis)) sino siempre el verbo creer (pisteuein). ése es también nuestro caso. En armonía con la primitiva tradición cristiana, Juan designa con esa palabra la conducta humana fundamental que responde a las exigencias de la revelación, tal como las proclama Jesús. Ciertamente que la fe es la respuesta a la palabra del mensaje salvífico; pero al propio tiempo es una confianza firme, opuesta al «temblor del corazón»; es decir, una paz y firmeza del corazón, mediante la cual se supera y elimina la turbación. ¡En esta sentencia hay un alineamiento paralelo de la fe en Dios y la fe en Jesús!

Según la concepción veterotestamentaria y judía, la fe es un apoyarse del hombre en el fundamento vital divino, que le confiere vida y existencia; un entregarse sin reservas y confiado en la promesa, bondad y lealtad de Dios. Justamente en este sentido no es posible creer en todo. Más aún no se puede creer absolutamente en nada del mundo, sino sólo en Dios, porque solo él responde al anhelo de una fidelidad incondicional. En Juan el concepto «creer» tiene ya detrás de sí una historia cristiana, y ha experimentado por lo mismo una ampliación importante. Ahora la fe no se dirige tan sólo a Dios, sino también a la persona de Jesús. Para el cristianismo primitivo Jesucristo está tan estrechamente vinculado a Dios que él mismo se ha convertido en el «objeto de la fe». La fe en Dios aparece mediatizada por Jesús; es Jesús quien ha pasado a ser el fiador de la fe. Y, a la inversa, la fe en Dios se ha hecho fundamento de la fe en Jesús, de tal modo que, según Juan, fe en Dios y fe en Jesús constituyen una unidad indestructible. La razón precisa de todo ello se da en los párrafos siguientes.

2 En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no ya os lo habría dicho, porque voy a preparar un lugar para vosotros. 3 Cuando me haya ido y tenga ya preparado un lugar para vosotros, de nuevo vendré para tornaros conmigo, para que donde yo esté, estéis también vosotros. 4 A donde yo voy, ya sabéis el camino.»

Este párrafo no es tanto una instrucción sobre las «moradas» del cielo, cuanto sobre el «camino» de Jesús, que es válido, fundamental y normativo, y, justamente por ello, cargado de promesas para los discípulos. Enseña asimismo que la separación entre Jesús y los suyos no será una separación duradera. Juan ha ahondado en la primitiva idea cristiana del seguimiento de Jesús, que arranca del Jesús terrenal, y al propio tiempo la ha convertido en una fórmula cristológica: «EI que quiera servirme que me siga; y donde yo esté, allí estará también mi servidor» (/Jn/12/26). Ahora bien, el camino que Jesús recorre es el camino del Hijo del hombre, que a través de mundo, pasando por la cruz y resurrección, conduce hasta el Padre. Justamente ese camino es el que ahora se impone como obligatorio también para los discípulos; pues, pertenecer a Jesús equivale a estar con él, por fe y amor, en una especie de comunidad de destino.

La idea de las «moradas» del cielo34 aparece también en otros textos neotestamentarios: «Las moradas eternas», en Lucas (16,9) y sobre todo en Pablo: «Pues sabemos que si nuestra morada terrestre, nuestra tienda, es derruida, tenemos un edificio hecho por Dios, una casa no fabricada por mano de hombre, eterna, situada en los cielos» (2Co_5:1). Las representaciones de la «casa» y «morada» responden evidentemente a una elemental necesidad humana, que se puede calificar como una necesidad de protección definitiva, de «patria» y hogar, una necesidad de seguridad y paz en un sentido supremo. Cuando se piensa en la «casa eterna» o en la «patria eterna», se concibe la vida en el mundo como una vida en tierra extraña, o como una peregrinación terrena, como resulta evidente en la palabra de Pablo que distingue entre «la morada terrestre», «nuestra tienda» y «la casa eterna en el cielo». Las imágenes han entrado en el lenguaje de la tradición cristiana, encontrando múltiples resonancias.

Juan emplea esta imagen sin matizarla con mayor detalle. El acento recae en el hecho de que en la casa de Dios, del Padre, hay «muchas moradas». O, formulado de una manera abstracta: en Dios encontrará cada uno su plena posibilidad de amor, la felicidad eterna acomodada a su propia capacidad; nadie tiene, pues, que preocuparse de que no vaya a haber para el ninguna posibilidad, ninguna consumación. Como quiera que sea, allí ya no imperará ninguna «necesidad de vivienda». El giro «si no, os lo habría dicho...» (v. 2b) se relaciona bien con otros pasajes (por ej.,2Co_12:26; 2Co_17:24). La partida de Jesús -así lo ve Juan- tiene el significado de que él es en cierto modo el aposentador celestial que prepara la vivienda a sus amigos. Con ello, sin embargo, va aneja la idea de que para los hombres no hay otra posibilidad de llegar a Dios si no es por Jesús, que nos lo revela. Su camino es el camino modélico del hombre hasta Dios. En ese contexto ideológico está ahora inserto el giro del retorno de Jesús. Jesús, en efecto, vuelve para recoger a los suyos, a fin de que puedan vivir con él en una comunión eterna. Ese giro imprime a su vez un cuño peculiar a la primitiva esperanza cristiana del retorno 35. La fe, que ya ahora comunica la salvación y asegura al hombre una participación en la vida eterna, tiene también un futuro que queda abierto con el camino de Jesús. Ese futuro es «el cielo» como lugar de Dios. Las designaciones «casa de mi Padre» y «reino de Dios», en el mensaje de Jesús, según lo presentan los sinópticos, no significan exactamente lo mismo, no se recubren sin más ni más. En Juan aparece más bien la primera designación en lugar de la segunda. Para él no ocupa el primer plano la venida del reino de Dios, sino el paso desde el mundo terreno a] ámbito divino del Padre. Ciertamente que el evangelista conserva el giro del retorno de Jesús, pero incorporándola a otra concepción. Es probable que Juan haya pensado la cosa así: en cada caso Jesús viene en la muerte del discípulo para acogerlo en la casa del Padre. La sentencia colectiva «de nuevo vendré para tomaros conmigo» quiere decir que esa promesa cuenta para todos los discípulos.

El objetivo de la consumación se menciona en la última frase del versículo 3: «a fin de que estéis donde yo estoy». De modo parecido se dice en 17,24: «Padre, quiero que donde voy a estar, estén también conmigo los que me has dado y así contemplar mi gloria, la que me has dado, desde antes de la creación del mundo.» La consumación de la salud consiste en la eterna comunión con Cristo, en estar con Jesús junto a Dios. Esa es la promesa tal como aquí está formulada. El versículo 4 sirve para introducir la palabra nexo «camino» y provocar así la pregunta siguiente.


5 Dícele Tomás: «Señor, si no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?» 6 Respóndele Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al Padre, sino por mí. 7 Si me hubierais conocido, habríais conocido también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocéis y lo estáis viendo.»

Exactamente así se entiende la respuesta dada por Jesús: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre, sino por mí (v. 6).

La fórmula joánica yo soy (fórmula ego eimi) nos la hemos encontrado ya en 13,19; en este pasaje es conveniente adentrarnos un poco más en el problema de la fórmula de revelación cristológica según Juan.

Al lector del cuarto evangelio pronto le sorprende el que en ciertos conceptos, sobre todo en los grandes discursos, aparezca una fórmula con la que el Cristo joánico se expresa en un tono enfático y solemne sobre sí mismo y su importancia. La fórmula generalmente viene introducida con un «yo soy...», siguiendo luego a menudo, aunque no siempre, una afirmación particular, por ejemplo, «el buen pastor». Se distingue por ello, entre «sentencias Yo soy con metáfora» y el «yo soy absoluto». Las fórmulas con metáfora son más frecuentes: Yo soy el pan de vida (6,35.48); el pan vivo (6,51); el pan que ha bajado del cielo (6,41), la luz del mundo (8,12; cf. 9,5); la puerta (para las ovejas) (10,7.9); el buen pastor (10,11.14); la resurrección y la vida (11,25); el camino, y la verdad, y la vida (14,6); la verdadera vid (15,1.5). El empleo absoluto de la fórmula yo soy lo encontramos en 6,20; 8,24.58; 13,19; 18,5.6.8. Ante todo se reconoció que esa fórmula no sirve simplemente a la presentación personal, sino que está en conexión con un tipo de discurso difundido en el lenguaje religioso de la antigüedad, con el que una divinidad se da a conocer a su adorador y expresa su importancia salvadora para él.

En el Antiguo Testamento sobre todo nos hallamos con parecidas afirmaciones de Yahveh, como es el famoso «Yo soy el que soy» (Exo_3:14) y más especialmente en los discursos del segundo Isaías, como en /Is/43/10s: «Vosotros sois mis testigos, dice Yahveh, pues sois mi siervo a quien elegí, para que sepáis y creáis en mí y comprendáis que yo soy. Antes de mí ningún dios existió, y después de mí no lo habrá. Yo soy Yahveh, y fuera de mí no hay salvador». En el Antiguo Testamento este absoluto «Yo soy...» es la forma suprema de la afirmación y del compromiso divinos, y en este sentido es la fórmula de revelación. Yahveh es el yo absoluto que habla al hombre, que jamás puede convertirse en un «ello» (M. Buber).

Pero la palabra dice aún más. Y así lo expresa R. Bultmann: «Al designarse Jesús a sí mismo como el camino, queda claro: 1.° que para los discípulos las cosas discurren de distinto modo que para él; Jesús no necesita para sí ningún camino en el sentido que lo precisan los discípulos; más bien es él el camino para ellos; 2.° que camino y meta no pueden separarse en el sentido que lo hace el pensamiento mitológico». En el encuentro con el revelador Jesús está la salvación del hombre. Respecto de Jesús el concepto «camino» abraza toda su historia, es decir, su actividad terrestre, su muerte y resurrección. Y todavía un paso más: su camino desde la preexistencia celeste hasta el mundo y de nuevo su retorno al Padre, su venida desde Dios y su ida a él. El hombre tiene ya un camino hacia Dios, porque en Jesús es Dios quien personalmente ha venido hasta el hombre, abriéndole así el camino. Con la revelación de Dios en Jesús queda resuelto el problema del hombre acerca del camino.

Camino y verdad y vida forman una unidad íntima y designa para nosotros los distintos aspectos de la revelación presente en Jesús. Todo ello lo encuentra la fe en Jesús mismo. Juan ha expresado la trascendencia de Jesús con conceptos nuevos y un nuevo modo, en cuanto que la interpreta como la respuesta de Dios al problema fundamental del hombre. Lo que nosotros llamamos problema no es en definitiva más que la cuestión del camino recto, de la verdad con una validez permanente para nosotros, de la vida cuya calidad ya no depende simplemente de los bienes disponibles, sino que nosotros podemos aceptar como incuestionablemente buena y cargada de promesas, porque en toda su plenitud supera incluso la frontera de la muerte y es la vida eterna en el sentido genuino. Todo esto puede encontrarlo el hombre en su encuentro con Jesús de Nazaret, que le abre la plena comunión divina. La sentencia: «Nadie llega al Padre, sino por mí» (v. 6b), se comprende sobre ese trasfondo. Expresa que las relaciones del hombre con Dios se fundan en Jesús; no hay más camino hacia Dios que el que pasa por el hombre Jesús.

Asimismo -como lo manifiesta el versículo 7- conocimiento de Jesús y conocimiento de Dios coinciden. Eso es justamente lo que significa «conocer a Jesús»: que por él y en él se conoce a Dios, al Padre. Mientras se pregunta y juzga a Jesús según su función humana o social, todavía no se le conoce adecuadamente; pero es que, además, tampoco se ha comprendido la cuestión soteriológica ni el problema del hombre en su última trascendencia. No porque tales funciones sean accesorias o indiferentes, sino porque todavía no constituyen lo último. Los conceptos de lo humano y de lo social experimentan por el conocimiento de Dios en Jesús una última profundización, que les presta sobre todo su vasta importancia.

Esta última dimensión de sentido nos ha sido dada ya «desde ahora», es decir, desde la aparición de Jesús en el mundo y en él se puede encontrar. El giro «ya desde ahora lo conocéis y lo estáis viendo (a Dios)», alude una vez más a la validez definitiva de la revelación de Jesús. Con la venida de Jesús tiene lugar de una vez para siempre la revelación de Dios en la historia, de tal modo que siempre se puede encontrar al Padre, preferentemente en la palabra de Jesús. Lo que Jesús ha traído es, sin duda, pasado en el puro sentido histórico; pero en el sentido auténtico es un presente siempre nuevo, en cuanto que los hombres se dejan hablar por su palabra y condicionar por ella su vida mediante la fe. De cara al problema de Dios también ahí queda abierto el futuro. Mientras la palabra de Jesús continúe viva en la historia humana, mientras toque a los hombres y encuentre fe, tampoco el problema de Dios, cualquiera que sea la forma en que se plantee, puede quedar sin respuesta, aunque a menudo se considera de forma tan distinta.

...............

36.Cf. Hec_9:2; Hec_16:17; Hec_18:25.26; Hec_19:9.23; Hec_22:3; Hec_24:14.22.

...............

8 Dícele Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta.» 9 Jesús le contesta: «Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿Y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? 10 ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que yo os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que mora en mí es quien realiza sus obras. 11 Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras mismas.»

La sección precedente había explicado que por Jesús se llega al Padre y que por Jesús se conoce a Dios. Con ello enlaza la súplica de Felipe, el cual formula su pregunta movido por la necesidad de que le aclaren un equívoco típicamente joánico; articula en cierto modo el creciente deseo del verdadero y definitivo conocimiento de Dios, de la contemplación de Dios, y desde luego como un problema que se plantea sin violencia en el contexto del discurso joánico de Jesús. También aquí ambigüedad despierta una reflexión en el creyente que le conduce al núcleo central de este discurso de revelación. Felipe, ante esta ambigüedad representa en cierto modo al hombre que todavía no ha captado por completo de qué se trata, al hombre piadoso, que tal vez entiende a Jesús como maestro de un nuevo conocimiento religioso, pero que es de opinión de que podría mantener ese conocimiento como un contenido doctrinal objetivo, como una especie de dogma acerca de Dios, y, en conexión con ello, renunciar al Maestro.

 Meditación

Jn/14/01-11 La sección que comentamos nos permite conocer, a través de sus distintas afirmaciones y temas, algo de la amplitud del pensamiento teológico del evangelio de Juan. Continuamente se expresan unos contactos fundamentales de la fe.

Sobre el v. 1: La fe es siempre una «fe humana», y por tanto nunca es independiente de la situación histórica, personal y social en que nos hallamos cada vez, y justamente por ello es también siempre una «fe combatida». Puede constituir una ayuda para nuestra inteligencia de la fe el que sepamos por Juan que esto realmente siempre fue así; más aún, que el ataque por parte de todo el complejo del mundo -es decir por la oposición de la incredulidad y de la polifacética experiencia de absurdo, desesperanza, frustración y resignación- pertenece a la situación de la fe en el mundo y en la historia. A través de esa visión se relativiza también el lenguaje de una peculiar crisis de fe, en el que supuestamente estamos. Cabe suponer más bien que esa idea de la fe no combatida sea falsa, o al menos problemática, pues según ella no debería haber ataques ni dudas contra la fe, ni crisis de ningún tipo. La fe que se centra en Jesús nada tiene que ver con un mundo noble y sano en el que no puede haber conflictos.

Para la fe, que en medio de la crisis mantiene una actitud de confianza y una base inconmovible -eso es lo que puede y debe hacer ciertamente- no se le ofrece en definitiva otra base que la palabra, el mensaje de Jesús. Esa fe no encuentra su sentido en una tranquilidad externa, ni siquiera en la «corrección y el orden», que hoy gustosamente se imponen contra la confusión, ni tampoco en una esperanza vaga de que las cosas vuelvan a ir mejor. Su sentido lo encuentra única y exclusivamente en sí misma y en su «objeto», en Jesús y en Dios. De hecho ese sentido no se lo puede dar el mundo, ni tampoco quitárselo. A la fe le incumbe siempre un problema de sentido, no la cuestión del éxito externo o del progreso. Pero si se dejase arrastrar hasta ahí, volvería a estar en posición de poder alcanzar una nueva certeza. Ese sentido no es posible demostrárselo a nadie; lo que sí se puede es vivir del mismo y testificarlo vitalmente, y eso es lo que importa en definitiva.

Así, nuestro lugar propio en estos textos es más bien el de quienes preguntan: ¿Cómo podemos nosotros saber el camino? ¡Muéstranos al Padre y eso nos basta! También nuestras preguntas son suscitadas por numerosas ambigüedades. ¿Quién lo negaría? Si reconocemos, pues, nuestra perplejidad, es decir, que en este campo del problema de Dios a menudo no sabemos mucho más que nuestros coetáneos a los que gustamos juzgar como una «generación incrédula», tal vez los textos joánicos pueden volver a decirnos algo. Quizá nos pongan sobre las huellas del Dios oculto, por cuanto que nos señalan el camino de la fe.


3. PROMESA DE «OBRAS MAYORES». CERTEZA DE QUE LA ORACIÓN SERÁ ESCUCHADA (Jn/14/12-14).

12 «De verdad os aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores las hará, porque yo voy al Padre. 13 y lo que pidáis en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. 14 Si me pedís algo en mi nombre yo lo haré.»

La pequeña unidad textual (v. 12-14) se divide en dos puntos: v. 12 que contiene una promesa para los creyentes, Y v. 13-14 con una afirmación sobre la oración en nombre de Jesús, a la que se promete la seguridad de que será escuchada. También se puede establecer una relación interna entre ambas afirmaciones, cuando se pregunta por la conexión entre fe y plegaria.

El versículo 12 empieza con la fórmula solemne de aseveración: «De verdad...», (amen, amen), que encontramos en Juan una y otra vez, y que confiere un énfasis particular a la afirmación siguiente. ésta tiene aquí la forma de una promesa para el futuro; se piensa en la situación de la comunidad de los discípulos después de la partida de Jesús. Recordemos una vez más la situación de actualidad en que habla el evangelista, dirigiéndose ante todo a la comunidad joánica, con lo que la promesa adquiere un doble carácter notable. Aparece así, por una parte, como una profecía formulada con posterioridad (vaticinium ex eventu), y, por otra, como una afirmación sobre la importancia de la comunidad postpascual, en cuanto que vive de la fe. En este aspecto y en conexión con la palabra inmediata sobre la oración, el texto presenta una cierta similitud con la palabra sinóptica sobre «la fe que traslada montañas» (Mar_11:23-24; Mat_21:21-23), donde hay asimismo una afirmación sobre la eficacia de la fe vinculada con una promesa acerca de la oración. La posibilidad de que en los versículos 12-14 nos hallemos con la interpretación joánica de la sentencia de Mc no hay, pues, que excluirla.

La promesa dice que quien cree en Jesús realizará las mismas obras que Jesús hizo; más aún, llegará a realizar obras mayores que él.

............

 Meditación

En el versículo 12 se trata, como hemos visto, de la promesa hecha por Jesús a la fe, se trata del futuro de la fe. En ese futuro, que abraza a la vez el futuro de la comunidad de los discípulos, continúa la causa de Jesús; ello debe mostrarse en «obras mayores». La mirada retrospectiva a la historia del cristianismo primitivo -la cual nos enseña que el Jesús histórico fracasó, pero que después del viernes santo y de pascua empezó realmente y se puso en marcha su acción- nos debería hacer sin duda más reflexivos y precavidos. Los primeros cristianos vieron justamente la acción de Dios y de su Espíritu en el hecho de que se llegase a creer en Jesucristo glorificado.

También desde ahí puede proyectarse alguna luz sobre la cuestión, hoy tan candente, del futuro del cristianismo. Al lado de la difundida consideración histórica y sociológica. Habrá que poner de relieve sobre todo el lado teológico. Un sociólogo piensa a propósito de este problema: «No sabemos cuál será el futuro de la religión en nuestra sociedad. Si pretendemos, pues, fundamentar nuestra actuación sobre una supuesta ciencia acerca del mismo, estaremos edificando sobre arena... Si creemos tener en las manos un jirón al menos de verdad religiosa, pienso que deberíamos confesar esa verdad, aunque las oportunidades sociales de éxito se nos antojen desfavorables. Y si creemos saber los imperativos que se derivan de nuestro compromiso religioso tanto de cara a la actuación social como en el campo político o en cualquier otro, me atrevería a proponer que sigamos tales imperativos, aunque no veamos claramente las consecuencias resultantes para la religión o la Iglesia». Estas palabras remiten el problema -y ciertamente que con razón- a la fe y a la teología.

4. EL AMOR A JESÚS. PROMESA DEL «PARÁCLITO» Y DEL «RETORNO» (14, 15-24)

Se puede considerar perfectamente la sección 14,15-24 bajo el tema «el amor a Jesús»: «El amor dirigido al revelador... se convierte ahora en el tema explicito». El tema se introduce sin rodeos en el versículo 15. En los versículos 16-17 sigue la primera sentencia sobre el Paráclito, y luego una afirmación sobre el retorno de Jesús a los suyos (v. 18-20). La sección siguiente recoge el tema del amor y le da la máxima hondura teológica. En conjunto se trata de la respuesta a la pregunta de en qué relaciones está la comunidad creyente con Jesús, que también hemos calificado como el tema central de los discursos de despedida: ¿Qué significa para la comunidad su vinculación a la persona de Jesús? ¿Cómo ha de entenderse esa vinculación?

15 Si me amáis, guardaréis mis mandamientos.

El versículo trata del amor a Jesús y en qué consiste: amar a Jesús equivale a guardar sus mandamientos o también sus palabras. Aquí se encuentra por primera vez la expresión típica de Juan, terein (griego): guardar, prestar atención, observar, mantener; giro que aparece frecuentemente en el Antiguo Testamento.
«No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros. 19 Dentro de poco, el mundo ya no me verá; pero vosotros me veréis, porque yo sigo viviendo y vosotros viviréis. 20 En aquel día, comprenderéis vosotros que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros.»

La presencia del Espíritu afirma la presencia de Dios y de Jesús. Por el Paráclito, Jesús sigue viniendo a su comunidad. Vista así, la afirmación sobre el retorno de Jesús no es más que una nueva faceta del mismo acontecimiento, según quedó expresado en la sección precedente. En este texto se trata de un desplazamiento de interés, repetidas veces mencionado, que advertimos en la escatología joánica. La frase «No os dejaré huérfanos» reaviva la conciencia sobre la situación de despedida, o lo que es lo mismo, sobre la experiencia capital de la ausencia del Jesús histórico, que determina la existencia de la comunidad de discípulos de Jesús en el mundo. La imagen de los niños huérfanos, que al morir sus progenitores han de quedarse en el mundo sin protección ni amparo, se emplea frecuentemente en la literatura, cuando el maestro (por ejemplo, Sócrates) debe separarse definitivamente de sus discípulos por la muerte. El punto de comparación es el abandono y desamparo.

 Meditación

Con el tema del amor a Jesús, el texto plantea la cuestión de las relaciones de la fe con Jesús, e intenta responder a la misma desde distintos planteamientos. La fe cristiana está apremiantemente interesada en esta cuestión porque para ella está conectada con el problema de «la identidad de lo cristiano». Ello equivale a preguntar: ¿en qué forma conserva la fe cristiana su identidad y autenticidad con el cambio de los tiempos y de la historia? La historia del cristianismo nos muestra que cristianismo y fe cristiana han podido entenderse de modo muy diferente en el curso de la historia.

Hoy la cuestión es singularmente apremiante. De conformidad con su origen y naturaleza, en conexión además con la experiencia creyente veterotestamentaria y judía, el cristianismo es una religión histórica, a diferencia de otras religiones de la naturaleza o del pueblo. Lo que equivale a decir, ante todo, que el cristianismo sabe muy bien de su fundación histórica. La fórmula de los Hechos de los apóstoles: «Ya que todo esto no ha sucedido en ningún rincón» (Hec_26:26), se justifica en su amplio y profundo sentido. De hecho no hay ninguna religión comparable, si exceptuamos tal vez el islam, acerca de cuyos condicionamientos históricos, orígenes y fuerzas, pese a todas las limitaciones, estamos casi tan exacta y ampliamente informados como sobre el cristianismo. También considerado desde la historia de la cultura, el cristianismo aparece en un estadio evolucionado; llegó «en la plenitud de los tiempos». Pero también son históricos los medios peculiares con que el cristianismo da expresión a su manera peculiar de ser y que debió establecer para su propia permanencia. Los miembros de las primeras comunidades cristianas no se reclutaban ciertamente del elemento rural de la sociedad existente; todavía no existía una Iglesia popular con el regular bautismo de niños. Había que ganar miembros libres mediante el proselitismo misionero. Hubo que formar poco a poco una tradición de fe; era necesario encontrar una continuidad, que descansase sobre todo en la doctrina común y en la vinculación externa de las comunidades. De esta forma existió desde el principio el problema de encontrar una identidad histórica.

Ese dato lo reflejan también los escritos neotestamentarios, sobre todo los cuatro evangelios canónicos. Aquí resulta claro que la fe cristiana se halló desde el comienzo ante el problema de que la identidad cristiana no era sólo el elemento resultante de unos principios dogmáticos formulados, de que en consecuencia lo cristiano no era un fenómeno establecido y claramente delimitado, sino que a la vez era una tarea que cada generación debía emprender de nuevo. Jesús no ha presentado una base de nuevas doctrinas con una formulación sistemática. No ha fundado una Iglesia como una institución acabada, que estuviera dotada de todas las funciones, misterios y asignaciones, capaz de funcionar a la perfección en todos los aspectos en su avance por el tiempo. Lo que Jesús ha hecho ha sido más bien proclamar el mensaje de la proximidad del reino de Dios. él ha esperado su llegada en el más breve tiempo, aunque no señaló para ello ningún plazo fijo y tal vez contó incluso con un cierto intervalo. Toda su actividad y enseñanza se sustenta sobre la certeza del final inmediato; no estaba planeada para un plazo largo. Tras su muerte violenta en cruz la comunidad de discípulos de Jesús se vio de nuevo remitida al comienzo. La fe pascual contiene el giro sorprendente de que ese nuevo comienzo después de la muerte de Jesús ha de entenderse como un nuevo principio creador. Para los discípulos la pascua fue el encargo divino de proclamar ante el mundo a Jesús de Nazaret, crucificado, como «Señor y Mesías» (cf. Hec_2:29-36). Mas tampoco aquí se pensaba en una historia que se prolongaría largo tiempo. Por el contrario, se aguardaba la parusía de inmediato, el retorno de Cristo y el alumbramiento del nuevo mundo divino.

Así pues, sólo después de pascua debió resultar familiar el problema de una larga duración histórica. Es probable que este problema se afrontase con toda su acritud sobre todo a través de la muerte de la primera generación de los discípulos de Jesús y de los apóstoles. A la Iglesia primitiva el futuro no le caía sin más ni más en el regazo, sino que debía conquistarlo. De ahí que en la perspectiva de la Iglesia primera entrase de un modo completamente nuevo la importancia eminente de la figura de Jesús, del «Jesús histórico» en conexión con la tradición sobre el mismo en la(s) primera(s) comunidad(es); ciertamente que de un modo más notable hacia el año 70 d.C. (destrucción de Jerusalén por Tito) y en los años inmediatos, cuando empezaron a debilitarse cada vez más los lazos con la antigua tradición judeocristiana. Se advirtió con toda claridad que el problema de una historia prolongada no se podía resolver simplemente con la espera inmediata ni con el entusiasmo pneumático. Era necesario volver al origen histórico, y ese origen era justamente la persona de Jesús.

Los documentos más importantes de esta conexión con la persona de Jesús son nuestros cuatro evangelios canónicos. En el marco de la historia fundacional esos libros desempeñan la función de pilares de soporte sobre los que descansa la obra principal del cristianismo. Son los que aseguran en primera línea el acoplamiento del cristianismo con su origen histórico. Pero al propio tiempo lanzan el puente hacia el futuro, y eso justamente porque presentan a Jesús y su tradición en el marco de la predicación de Cristo. Es el Cristo glorioso que se anuncia en los evangelios y, por tanto, se proclama la identidad del Jesús terreno con el celeste Hijo de Dios y del hombre, la identidad del crucificado y del resucitado, del «Cristo ayer, hoy y siempre». Los evangelistas no persiguen un interés histórico en el sentido de que quieran saber o exponer lo que realmente ocurrió una vez. El epicentro de su interés estuvo más bien en la proclamación del Cristo presente. Mas para lograr ese objetivo se remiten a la tradición existente de Jesús. Para ellos la verdad y obligatoriedad de su propia predicación enlaza con la obligatoriedad de la predicación de Jesús. Para ello los evangelistas han establecido conscientemente los dos polos de ese «arco voltaico»: el polo de la tradición histórica de Jesús y el polo de la predicación presente de esa tradición para la comunidad.

Con esta doble orientación -la búsqueda retrospectiva del Jesús histórico, por una parte, y la actualización de la predicación, por otra-, los evangelistas han expuesto probablemente la estructura fundamental de la predicación cristiana, proporcionándonos una importante indicación de cómo habría que responder a la cuestión de la identidad cristiana. Y es que jamás se puede dar una respuesta al problema de la identidad de lo cristiano sin volver a los comienzos, y en concreto a la persona y causa de Jesús. Esto se expresa en la canonización de Jesús y de los escritos neotestamentarios. Tanto la teología como la predicación permanecen ligadas a la primitiva norma (canon) cristiana. No hay posibilidad alguna, cristiana o histórico-eclesiástica, de volver a empezar en el punto cero. Justamente los propios textos neotestamentarios orientan la mirada de una pura consideración histórica, vuelta hacia atrás, en la otra dirección que apunta hacia adelante. Aquí se deja sentir el otro polo, el de la exposición de presente y actualizada. En definitiva se trata de la cuestión de qué sentido tiene hoy y podría tener el hablar de la revelación de Dios en Jesús. Dado que la argumentación de la fe y de la teología cristianas se realiza en el ritmo de esa doble estructura fundamental con sus dos polos queda indiscutiblemente marcada de un carácter histórico. Vista así la identidad cristiana no es un concepto firme, cerrado en sí y estático, sino que se trata siempre de una identidad en movimiento, en trance de realizarse renovadamente, una identidad en proceso. La pieza ejemplar en este sentido es el evangelio de Juan.

Para la realización de la identidad cristiana entra en primera línea obrar como obraba Jesús, es decir, observar sus mandamientos. Esto se había ya señalado en 13,35 como característica de los discípulos de Jesús. No basta con llevar el amor de Jesús en el corazón o confesarlo con la boca. En el lenguaje actual de las obras, que se pueden encontrar por todas partes, no se deberá olvidar que el modo de actuar de Jesús es mucho menos espectacular y sensacionalista que muchas otras formas de actuar. Pues se interesa ampliamente por lo humano y comprensible, para potenciarlo donde deba ser potenciado. La motivación fundamentadora de dicho proceder será en todo caso un amor, que es concreto, referido y regulado por la realidad.

En la determinación de la identidad cristiana desempeña un papel destacado la cuestión del Espíritu Santo. Por consiguiente se trata ante todo de entender la naturaleza y acción del Espíritu de acuerdo con los textos joánicos. El «Paráclito, el Espíritu de la verdad» aparece según 14,16s como el sucesor y representante de Jesús de cara a la comunidad. No es un elemento difuso, sino que debe entenderse en su significado y función a partir del propio Jesús. La persona y el mensaje de éste determinan, pues, por lo que respecta al contenido, de qué Espíritu se trata.

A ello se suma la otra afirmación de que el Espíritu Paráclito permanecerá para siempre en la comunidad. Se ha prometido a ésta para siempre; existe una continuidad de la fe y de la comunidad cristianas operada en definitiva por el Espíritu. Además es importante que aquí no se designan como portadoras del Espíritu determinadas instancias singularmente destacadas, sino la comunidad entera: el Espíritu ha sido dado a toda la Iglesia de modo que todos participan de él. Los distintos ministros y carismas hay que entenderlos además en un sentido similar a 1Cor 12, como distintos dones y servicios de ese único Espíritu. La presencia del Espíritu es también lo que distingue entre la comunidad y el mundo. Así, visto desde dentro es el propio Espíritu quien garantiza la identidad cristiana de la comunidad. Y es también el Espíritu la fuerza que opera en la palabra de Jesús y, por ende, en la predicación de la comunidad, la que produce en los hombres la fe, la esperanza y el amor.

5. SEGUNDA SENTENCIA ACERCA DEL «PARÁCLITO» (Jn/14/25-26)

25 «Os he dicho esto mientras permanezco con vosotros. 26 Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo, y os recordará cuanto os he dicho.»

La sentencia primera sobre el Paráclito (1Co_14:16s) había afirmado que el Padre, a petición de Jesús, daría el Espíritu Paráclito. Mediante su presencia en la comunidad «el Espíritu de la verdad» fundamenta el ser de esa comunidad en oposición al mundo incrédulo. Crea en cierto modo la comunidad como el espacio de la presencia permanente de la revelación de Jesús en el mundo.

 Meditación

No es fácil en modo alguno establecer la relación auténtica entre vinculación, y la libertad en que se encuentra la Iglesia postapostólica con respecto a su origen, Jesús de Nazaret. Si volvemos a plantearnos la pregunta acerca de la identidad cristiana, cabe decir en este pasaje que esa identidad ha de buscarse en el equilibrio recto y armónico de ambos factores, aun cuando en el curso de la historia ese equilibrio parece haberse visto amenazado con frecuencia por la preponderancia de uno de ellos. Cabe decir asimismo que, en consecuencia, hay que buscar y hallar siempre de nuevo este equilibrio. Cuando la conexión se acentúa de forma unilateral y en la exposición de lo cristiano se posterga el elemento de la libertad creativa, o incluso se llega a calificarlo de herético, se desemboca en un tradicionalismo estéril y hasta reaccionario, que no sólo pierde el contacto con la propia época sino que aplasta la misma vitalidad de la fe. Sin la libertad para reflexionar sobre la tradición de Jesús y sobre toda la tradición cristiana la fe no llega a su vida plena, y no puede convertirse en una convicción responsable, personal y propia. Si, por el contrario, se acentúa la libertad de un modo unilateral, surge el gran peligro de perder el contacto con la tradición y, por ende, con la historia, el peligro de que con ello también resulten demasiado cortos los contenidos de la fe cristiana y de que la libertad entusiástica se convierta en una acomodación irreflexiva a las novedades del momento o de que se hunda en el vacío de sus propias concepciones. Es evidente que en el curso de la historia el peligro del tradicionalismo reaccionario ha sido a todas luces mayor de tal modo que es más necesario el estímulo a la libertad del propio pensamiento cristiano.

Pero es probable que sea necesaria una consideración radical y simultánea de ambos conceptos: vinculación y libertad. En una visión más profunda constituyen una unidad, como dos aspectos de la misma cosa. Pues la vinculación a Jesús no es sólo la aceptación de una doctrina ya dada; es también y siempre la acogida prestada a la actuación del mismo Jesús, que a cuantos se comprometen con ella los invita a una mayor libertad e independencia. En la doctrina de Jesús hay una fuerza liberadora, desconocida para cualquier fórmula de catecismo. Si hoy el «aprender» se entiende como un «cambio de las disposiciones de conducta (facultades, actitudes) motivado por unas influencias externas», el mensaje de Jesús llega a una meta similar. Es la libertad adecuada la que puede y debe aprenderse en Jesús.

Esto vale sobre todo cuando se piensa que, de cara al evangelio y la causa de Jesús, todo maestro es y sigue a lo largo de su vida un discípulo de Jesús. La alusión al Espíritu, como único maestro de la comunidad, pone claramente de relieve esa relación. San Agustín (354-432) ya la había visto cuando, en su teoría del Espíritu Santo como maestro interior, es siempre consciente de que sólo con su magisterio episcopal no es capaz de llegar a la fe viva y responsable. Considerar al Espíritu Santo, como verdadero maestro de toda la Iglesia, si se toma en serio, supera al esquema de las dos clases en que se divide la Iglesia, la docente y la discente (como antes se decía y como, en la práctica, se sigue todavía entendiendo a menudo). Dentro de la comunidad enseñar y aprender son conceptos mutuamente subordinados, que sólo unidos representan todo el proceso doctrinal. La enseñanza incluye el aprendizaje, y éste debe capacitar para la labor docente, por cuanto libera en la fe para la autonomía cristiana. En una comunidad cristiana todos son a la vez maestros y discípulos. En definitiva también a eso debe contribuir el recuerdo de Jesús. Tampoco ahí se trata de fomentar un pío recuerdo, aun cuando no deba subestimarse la capacidad humana de la evocación. Toda la historia bíblica tanto la del Antiguo Testamento como la del Nuevo, puede verse bajo el signo de esta evocación, y la exhortación de Jesús «Haced esto en memoria mía» se encuentra en un pasaje importante: en el relato institucional de la última cena. Recordar o evocar hay que verlo, sobre todo, en el hecho de convertir en una realidad presente la pasada historia de Jesús. Bajo la guía del Espíritu el recuerdo de Jesús se convierte en un proceso creador al tiempo que siempre crítico. También aquí son decisivos los estímulos mentales, los cambios desencadenados por el recuerdo de Jesús, y que en último término empujan hacia la salvación y la renovación del género humano. Se trata del recuerdo inquietante y «peligroso» de Jesús.

6. LA PAZ, DON DE JESÚS EN SU DESPEDIDA. FINAL DEL PRIMER DISCURSO (Jn/14/27-31)

27 «La paz os dejo, mi paz os doy: no como el mundo la da, la doy yo. No se turbe vuestro corazón ni sienta miedo. 28 Habéis oído que os dije: Me voy, pero volveré a vosotros. Si me amarais, os alegraríais de que voy al Padre, porque el Padre es mayor que yo. 29 Y os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis. 30 Ya no hablaré mucho con vosotros, porque llega el príncipe del mundo. Contra mí nada puede; 31 pero el mundo tiene que saber que yo amo al Padre, y que, conforme el Padre me ordenó, así actúo. ¡Levantaos! ¡Vámonos de aquí!»

Con la exhortación «¡Levantaos! ¡Vámonos de aquí!» concluye, pues, este discurso de despedida.

 Meditación

La palabra paz goza, al presente, prestigio universal. Se trata con ello, ante todo, de poner un dique a las guerras y sus desoladoras consecuencias y evitarlas en lo posible. Una ojeada al acontecer político de nuestros días nos enseña ciertamente lo difícil que es el empeño y los escasos progresos que se han hecho en este campo pese a las amargas experiencias de las grandes guerras mundiales. Pero la importancia de la idea de paz, y menos aún de una paz universal para el mundo y la humanidad, tal vez no haya de enjuiciarse sólo por sus consecuencias palpables. El hecho de que exista esa idea de paz universal y de que se sienta como una llamada político-moral para orientar de acuerdo con ello la actuación política, es ya en sí de bastante importancia y muestra simultáneamente hacia dónde apuntan las esperanzas de millones de hombres.

Pero esta paz universal, que hoy aparece como el único objetivo lógico y razonable de la política mundial, ¿no es la contrapartida de la paz escatológica de Jesús? ¿No es precisamente esa paz «como el mundo la da», en la que según parece no hay confianza alguna? ¿Qué tienen en común esas dos concepciones de la paz escatológica celestial y divina, y la de una paz política universal?

Hay una tradición cristiana que aquí establece de hecho una distinción tajante y en favor de la cual se alinean grandes nombres, como los de Agustín y Martín Lutero. Según esa tradición, la paz prometida por Jesús es en primer término una realidad espiritual e interior, que ciertamente se le ha prometido al hombre, pero que sólo encuentra su pleno desarrollo en el más allá o al final de los tiempos. Así dice ·Agustín-san en la exposición de este pasaje: «Nos deja la paz, en trance de partir; nos dará su paz cuando llegue al final. Nos deja la paz, en este mundo; pero nos dará su paz en el mundo futuro. Nos deja su paz, y si permanecemos en ella, venceremos al enemigo; nos dará su paz, cuando reinemos ya sin enemigo... Tenemos, pues, cierta paz, porque nos deleitamos en la ley de Dios según el hombre interior; pero no es una paz completa porque vemos otra ley en nuestros miembros, que contradice la ley de nuestro espíritu» 73.

Quienes se atienen a estas y parecidas interpretaciones son también en buena medida del parecer de que en modo alguno se puede compaginar esta paz religiosa del corazón, entendida sobre todo en un sentido individualista, con las proposiciones y los esfuerzos políticos de paz. La religión, según ellos, tiene que ver con la salvación del alma, y cualquier consecuencia política o social que se saque de aquélla se les antoja una falsificación.

Por otra parte, y a causa precisamente de esa concepción, al cristianismo se le ha lanzado el reproche de que en su historia bimilenaria haya hecho tan poco por impedir o eliminar las guerras y otros conflictos sociales. Los hombres del occidente cristiano no han podido evitar los grandes conflictos y han emprendido sus conquistas colonialistas, con las que han impuesto la opresión y la esclavitud en lugar de la paz del evangelio. Esta crítica justificada ha provocado en los últimos treinta años una reflexión más intensa del lado cristiano sobre la importancia política del concepto bíblico de paz. Con su encíclica Pacem in terris el papa Juan XXIII propuso un proyecto de labor política pacificadora, muy estimado incluso por el mundo no católico, y en parte acogido incluso con gran entusiasmo. También el Concilio Vaticano II en su Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, ha dedicado todo un capítulo 74 al problema de la paz: «Por ello, desearía el Concilio esclarecer el verdadero y soberano concepto de paz, condenar la monstruosidad de la guerra y hacer una ferviente llamada a los cristianos, para que, con la ayuda de Cristo, en quien se funda la paz, cooperen con todos los hombres, para afianzar la paz en la justicia y el amor místico y para disponer todo cuanto sirve a esa paz.»

Esa inteligencia se fundamenta aproximadamente en estos términos: es cierto que la paz escatológica no se identifica con la paz política; ambas no cubren el mismo campo. Es necesario de todo punto ver las diferencias. Hay que conceder asimismo que en este mundo no puede darse el reino mesiánico de la paz, la plena realización del reino de Dios. La paz escatológica en todo su alcance sólo puede entenderse como una realidad divina. Pero la fe en la reconciliación operada por Cristo puede y debe ser efectiva hasta el punto de que los cristianos, que creen en esa reconciliación, se esfuercen con todas sus energías por el establecimiento de la paz en el mundo. La paz de Cristo, que debe reinar en los corazones, impulsa a instaurar la paz en todos los ámbitos humanos y en el terreno sociopolítico, y se esfuerza en lograrlo. A ello contribuye también el conocimiento de que las guerras las hacen los hombres y no son catástrofes naturales inevitables. Cabe investigar las causas, y es también posible, al menos en principio, evitarlas. Los cristianos, que conocen la paz de Dios, deberían estar particularmente dispuestos a ello. Sin duda que de ahí deriva una de las tareas más importantes para un pensamiento y una acción políticos de responsabilidad cristiana. Las dificultades concretas, que se dan en este campo, no deben desconocerse o postergarse. Mas dado que hoy la humanidad debe aprender la paz de un modo nuevo y fundamental, si es que no quiere llegar a su aniquilación, el propósito cristiano de paz para el mundo es en sí mismo sensato, y lo es también el contar con un planteamiento de las tareas a largo plazo.

Pero precisamente frente a las dificultades la fe en la paz escatológica, otorgada ya por Jesucristo, adquiere nueva importancia. En efecto, el hombre creyente puede apoyar con vigor un largo esfuerzo; puede contribuir a elaborar desengaños y a prestar ánimo para continuar en la lucha cuando en razón de los fracasos podría parecer una locura seguir en la brecha. No se deja confundir ni desanimar por los fracasos. Puede ayudar a un realismo crítico, aunque al mismo tiempo digno de crédito. Por ello, puede hoy justificar el legado de Jesús, cuando aparece como la paz escatológica. Pues el cristianismo -o más exactamente los cristianos- no pueden permitirse hoy el cultivo de un jardincillo acotado del alma, cuando en derredor los hombres luchan con los más graves problemas.

De este modo el compromiso socio-político de los cristianos se convierte en un testimonio de la presencia de Cristo en la comunidad. La defensa de la paz, de la humanidad, de la justicia y la libertad sociales y políticas, así como la lucha contra el hambre, la miseria y la opresión de toda índole, adquiere aquí un peculiar valor de testimonio. Una comunidad cristiana que no se encadena a los poderes dominantes, para asegurar así su propio dominio, no tiene, por el contrario, ningún valor testimonial, aun cuando pueda seguir hablando abundantemente de Dios y de Cristo. El camino, por el que Jesús ha enviado a la comunidad de sus discípulos, es el camino del seguimiento libre y responsable.

...............

73. AGUSTÍN, Tratados sobre el evangelio de San Juan, 77,3-4.

 74. Cap. 5. «El fomento de la paz y la creación de la comunidad de pueblos»; la cita está tomada del nº 77.

Comentarios

Entradas populares